Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 25 de mayo de 2025

Las reglas de la estupidez II

  

 

One can fight evil but against stupidity one is helpless.

Henry Miller, Sextet: Six essays.

 

 

 

Antes de poder establecer la tercera de Las leyes básicas de la estupidez humana, Carlo M. Cipolla debe hacer un intervalo técnico, en el que reflexiona sobre la naturaleza social del ser humano y encuadra el concepto de estupidez en una inteligente clasificación de las relaciones interpersonales. El pensador italiano esboza un espectro de la sociabilidad, en cuyos extremos hallamos, por un lado, a quienes evitan a toda costa el contacto con los demás por considerarlo una carga, y por el otro, a quienes no soportan la soledad, por lo que prefieren cualquier compañía, incluso de la de gente más indeseable. Es decir, en una antípoda, tenemos al hurañus maximus, al asocialito, el misántropo pleno; y en la opuesta, al filantropus delirantis, al compas totus, al sociabilis incontenibilis… Considera que la mayoría de nosotros se inclina más hacia esta segunda categoría. Aquí, Cipolla, no se aguanta las ganas de citar a Aristóteles y nos recuerda que para el alumno de Platón el hombre es “un animal social” —como lo hace el italiano, suele citarse a Aristóteles con cierta imprecisión: él no escribió que el hombre fuera un animal social, sino político (politikón zōion), en el sentido de que su verdadera naturaleza era vivir en la polis, en la ciudad, en convivencia cercana y cotidiana con otros humanos—. Con todo y que los divorcios siguen en aumento y que el ideal ingenuo del individuo autónomo sigue imponiéndose en nuestra cultura, la soledad continúa entendiéndose como un mal. Partamos pues de que la gran mayoría de los sapiens prefiere estar mal acompañados que solos.

 

Cipolla sostiene que “toda interacción humana, incluso la omisión o el rechazo del contacto, conlleva un efecto sobre los otros”. Podemos decir, pues, que concuerda con el primer axioma de la teoría de la comunicación humana de Paul Watzlawick —puesto que todo comportamiento es una forma de comunicación, es imposible no comunicarse, y toda comunicación genera reacciones—. Ahora, Cipolla explica que el efecto de cualquier interacción humana puede entenderse en términos de ganancias o de pérdidas, tanto para quien la ejecuta como para los demás. Establecido esto, mediante un sistema de coordenadas, representa gráficamente el abanico de posibles consecuencias de toda acción humana. El eje X representa el beneficio o perjuicio que obtiene cualquier Fulano, en tanto agente, mientras que el el eje Y mide lo que ganan o pierden los otros involucrados en la acción. Ambos ejes se cruzan en el punto O, a la derecha del cual se grafican las ganancias positivas del Fulano, y a la izquierda, sus pérdidas; en tanto que debajo y por arriba se muestran las pérdidas y ganancias, respectivamente, del Otro. Así, si el Fulano obtiene un beneficio con una acción que provoca una pérdida al Otro, esa acción debe ubicarse en el cuadrante inferior derecho del gráfico (GP), pero si el Fulano obtiene una ganancia negativa, una pérdida, y el Otro un beneficio, la acción se ubica en el cuadrante opuesto, arriba a la derecha (PG). Entonces, una acción virtuosa gracias a la cual ganan todos, tanto quien la ejecuta como quien está involucrado o están involucrados en ella se localizará en el cuadrante superior derecho (GG), y en el cuadrante inferior izquierdo la acción que produce una pérdida tanto para el Fulano como para los demás (PP). 

 

Las ganancias y pérdidas pueden medirse en plata (dólares, pesos, etcétera), pero también en términos emocionales o psicológicos, por ejemplo, lo que, ciertamente, resulta difícil de mesurar con precisión. A pesar de ello, el análisis de costo-beneficio puede ser útil. La cuestión es que, al evaluar las consecuencias para cada persona, se debe usar el sistema de valores del sujeto que experimenta el resultado: al analizar lo que Fulano gana o pierde, debe considerarse cómo lo valora Fulano; pero para saber si el Otro ha ganado o perdido, se debe atender al criterio del Otro. 

 

Una vez armado el marco de referencia, Cipolla establece que su tercera ley fundamental se finca en el siguiente postulado: “todos los seres humanos están incluidos en una de estas cuatro categorías fundamentales: los incautos, los inteligentes, los malvados y los estúpidos”. Y, claro, echando mano de su gráfico cartesiano coloca a cada uno en su lugar: el incauto pierde y provoca ganancias al otro, el inteligente consigue ganar y que los demás ganen, el malvado gana haciendo perder a los demás y, por último, los estúpidos sólo consiguen que todos pierdan, incluyendo ellos mismos.

 

 

Tercera regla

 

Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. Aunque esta tercera ley fundamental pueda parecer inverosímil para los seres humanos racionales —pues, como es natural, tienden a no poder concebir el comportamiento irracional—, en la vida cotidiana se encuentran ejemplos que la confirman. Tú y yo, todos hemos tenido experiencias con personas que actuaron en su propio beneficio causando daño a otros, lo que permite identificarlas como malvadas. También hemos conocido a individuos que, al actuar, se perjudicaron a sí mismos mientras favorecían a los demás; estos son considerados incautos. Finalmente, existen situaciones en las que tanto el actor como los demás salieron beneficiados, lo que caracteriza a la persona inteligente. Pero nadie se escapa de sufrir pérdidas de dinero, tiempo, energía, apetito, tranquilidad y buen humor “por culpa de las dudosas acciones de alguna absurda criatura a la que, en los momentos más impensables e inconvenientes, se le ocurre causarnos daños, frustraciones y dificultades, sin que ella vaya a ganar absolutamente nada con sus acciones”. ¿Por qué? Aparentemente en broma, responde Cipolla, “en realidad, no existe explicación —o mejor dicho—, sólo hay una explicación: la persona en cuestión es estúpida”.

domingo, 18 de mayo de 2025

Las reglas de la estupidez I

  

La bêtise insiste toujours,

on s'en apercevrait si l'on ne pensait pas toujours à soi.

Albert Camus, La peste.

 

 

El pavés Carlo M. Cipolla (1922-2000) nos juzgó con dureza. Para dar comienzo a su célebre ensayo The Basic Laws of Human Stupidity, inclemente, sentenció: “La humanidad se encuentra en un estado deplorable. Ahora bien, no se trata de ninguna novedad. Si uno se atreve a mirar hacia atrás, se da cuenta de que siempre ha estado en una situación deplorable”. Las leyes básicas de la estupidez humana, escritas originalmente en inglés, fueron publicadas por primera vez en 1976 en una edición privada y numerada, bajo el sello Mad Millers. El autor, para quien el italiano era su lengua madre, creía que su ensayo solo podía ser plenamente valorado en inglés, por lo que durante años se negó a permitir su traducción. Yo lo he leído en inglés y en español, y me parece que es perfectamente traducible. Con todo, no fue sino hasta 1988 que Cipolla aceptó incluir una versión de The Basic Laws of Human Stupidity en italiano, en el libro Allegro ma non troppo, junto con otro ensayo suyo también escrito originalmente en inglés —The Role of Spices (and Black Pepper in Particular) in Medieval Economic Development—. Allegro ma non troppo se convirtió pronto en un bestseller.

 

Curiosamente, el libro de Cipolla no sería publicado en inglés sino hasta ya bien entrado el siglo XXI (Doubleday, 2011). En la edición de 2019 se incorporó un prólogo del pensador de origen libanés nacionalizado norteamericano Nassim Nicholas Taleb (1960), quien afirma que el ensayo de Cipolla es en realidad una teoría económica disfrazada de humor, que, aunque de entrada parece una sátira, revela pronto su carácter serio y riguroso. De cualquier forma, para él, el libro es una obra maestra. Taleb concluye su prefacio con una hipótesis irónica: quizá la estupidez sea un mecanismo natural para frenar el progreso excesivo humano, como si la naturaleza misma usara a los estúpidos para evitar el sobrecalentamiento social y económico. Si es así, digo yo, hasta en eso la estupidez ha fallado.

 

En el apartado introductorio, el economista oriundo de Pavía sostiene que, desde sus inicios, la vida humana fue organizada de forma absurda, de tal suerte que lo raro sería que estuviéramos bien. Aunque todas las especies de seres vivos comparten dolores y dificultades, los humanos tenemos una carga extra: sufrimos no sólo por lo que impone la vida misma, sino también por culpa de otros humanos. Lo trágico es que ese grupo que nos complica la existencia no tiene ni programa ni objetivo ni líderes, tampoco estructura ni reglas…, y sin embargo funciona con una eficacia inquietante, como si estuviera perfectamente coordinado. Cipolla afirma que su ensayo, lejos de ser una queja amarga o un gesto cínico, propone un entendimiento racional de ese grupo, con el mismo espíritu con el que se estudian los virus patógenos en un laboratorio.

 

 

Primera regla

 

Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo. Irónico, Cipolla alude en un pie de página a una cita del Eclesiastés —stultorum infinitus est numerus, “el número de los necios es infinito”— como una forma antigua de su Primera Ley. No obstante, puntualiza que los autores bíblicos incurrieron en una exageración poética, ya que el número de personas vivas, y por tanto de estúpidos, no puede ser infinito. Cipolla combina erudición, humor y lógica para reforzar su argumento: la estupidez humana es inconmensurable, sí, pero no infinita.

 

 

Segunda regla

 

La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona. Lógicamente, Cipolla parte de un postulado necesario: aunque “la genética y la sociología… se esfuerzan por probar… que todos los hombres son iguales por naturaleza”, eso no es cierto: “algunos son estúpidos y otros no lo son”. ¿Y por qué? Ninguna condición histórica determina que un Fulano llegue al mundo estúpido, sino “los manejos biogenéticos de una inescrutable Madre Naturaleza”. Es decir, es un misterio: unos nacen estúpidos y otros no. Cipolla es muy claro: ni el color de piel ni el origen geográfico ni la cantidad de riqueza que posea ni ninguna otra caracterización cultural prefija la probabilidad de que un bebé pegue su primer berrido desde la estupidez congénita. En otras palabras, no importa si uno explora el fenómeno entre las filas del partido más recalcitrantemente conservador del espectro político, si lo hace echándose un clavado etnográfico en el grupo étnico más aislado del Amazonas o en las aulas de la más fifí universidad neoliberal del orbe, “si se encierra en un monasterio o decide pasar el resto de su vida en compañía de mujeres hermosas y lujuriosas”, no importa si uno está al Sur o al Norte del Ecuador, en la reunión anual de payasos de carpa o en el Congreso Nacional de Vendedores de Ligas d Colores, al final, uno deberá de vérselas con la misma proporción de gente estúpida, el cual —recuérdese la Primera Ley— “superará, siempre las previsiones más pesimistas”.

 

Este planteamiento de Carlo M. Cipolla tiene implicaciones profundas, tanto teóricas como sociales. Si la probabilidad de que una persona sea estúpida no depende de ninguna otra característica —ni educación, ni clase social, ni ideología, ni raza, ni contexto cultural—, entonces la estupidez se convierte en una constante universal, impredecible e imposible de erradicar mediante políticas, reformas o buenas intenciones. No hay entorno, élite o grupo marginal que esté exento. La estupidez aparece con la misma fuerza en un convento que en la selva, en la izquierda y en la derecha, entre ricos y pobres. La conclusión es inquietante: no podemos identificar de antemano al estúpido por ningún rasgo externo, y por tanto debemos estar siempre preparados para sus efectos disruptivos, porque, como señala Cipolla en su Primera Ley, son siempre más —y más peligrosos— de los que creemos. Además, al atribuir su origen a una especie de azar biogenético, Cipolla se distancia de explicaciones morales o sociológicas: no es culpa del sistema, ni de la educación, ni del capitalismo, ni del patriarcado. Es simplemente así: hay humanos estúpidos.

 

La estupidez no es un defecto corregible, sino una condición permanente de la especie.

viernes, 16 de mayo de 2025

Las punitivas Guerras Púnicas

Aunque punitivo y púnico suenan parecidas, no están relacionadas etimológicamente.


▪︎ Punitivo

Viene del latín punire (‘castigar’), derivado de poena (‘pena’, ‘castigo’). Está emparentado con palabras como pena, penal, penitencia o impune.

▪︎ Púnico

Viene del latín Punicus o Poenicus, que era la forma romana de referirse a los cartagineses, por su origen fenicio (Phoinix en griego). Así, bellum Punicum significa literalmente ‘la guerra púnica’, es decir, la guerra contra los cartagineses.


En suma, punitivo viene de pena (castigo), y púnico de Poenus (cartaginés). Son palabras homófonas, pero de raíces muy distintas. Curiosamente, las Guerras Púnicas sí fueron punitivas…



miércoles, 14 de mayo de 2025

Datalaxia

 

Lifespans keep getting shorter. Obsolescence is no longer just technological: now ideas, discourses, emotions, relationships, and even tragedies age quickly. Everything is ephemeral, recyclable, dispensable. To paraphrase Bauman, the present has become liquid. Not only that—it has become messy and, in many ways, indigestible. The immediacy of the present overwhelms us.

 

Today, calm is an extravagance, and stability a rare commodity. Neither our ability to adapt nor our capacity for astonishment withstands the test of time. Things become obsolete in no time.

It’s often said that history has accelerated so much that the extraordinary has become ordinary. And that makes sense, because it would be impossible to live in constant astonishment. No matter how phenomenal our circumstances are today, we are not: we remain as imperfectly human as our grandparents were.

 

Since the beginning of the 21st century, we’ve been shaken by pandemics, financial crises, climate catastrophes, wars, the boom of social media, hyper-individualism reaffirmed in every selfie, big data and artificial intelligence, fake news spread by algorithms... We have normalized living in a state of alert. The bombardment never stops: data, figures, messages, alerts, stimuli. Instead of understanding, we barely manage to react.

 

Consider this: in 2000, only 7% of the world’s population had internet access. Today, 68% do. We’ve gone from a few hundred million users to over five and a half billion. Never in the history of our species have so many people been in contact with so many others. But we’ve also never been this confused.

 

The fact is, although more people than ever can now be informed, more people are also exposed to deception, manipulation and—above all—noise. Misinformation has become a global plague. Don’t take my word for it: the World Economic Forum stated in its 2025 report that the greatest short-term threat to the planet isn’t climate change, nuclear war, or a new pandemic—but misinformation and disinformation: false information spread unintentionally and intentionally, respectively.

 

Is that it? Are lies the greatest evil? Perhaps not. Perhaps the biggest problem is no longer untruth, but unmanageability. Because in addition to being uninformed, we are overinformed. We’re no longer sure whether what paralyzes us is not knowing... or knowing too much.

 

That’s why I’ve come up with a new concept: datalaxia. From the Latin data (data) and the Greek ataxia (disorder). It is neither an infection nor a computer virus. It’s a cognitive disorder caused by information overload. It isn’t born out of lies, but out of saturation. It’s not falsehood that hinders our thinking—it’s overload.

 

Datalaxia manifests as a kind of lucid paralysis: we know something is wrong, but we’re not sure what. We struggle to distinguish between reality and simulation—not because we’re naïve, but because we’re overwhelmed. The avalanche of data disorganizes us, exhausts us, shuts us down.

 

Censorship is no longer necessary: saturation is enough. There’s no need to hide the truth—just bury it in irrelevance. Between memes, fleeting scandals, hourly opinions, and five-minute headlines, how could we not lose our judgment? Confusion is no longer a flaw—it’s the norm.

 

Datalaxia doesn’t discriminate. It affects the overinformed and the disillusioned alike. It strikes the enlightened skeptic and the credulous militant, the multitasker who thinks they’re staying up to date and the one who’s gone off to live in the woods. It’s the syndrome of the collapsed mind overwhelmed by stimuli: information without hierarchy, knowledge without understanding, connection without meaning.

 

Sharing an opinion no longer requires thinking. Knowing no longer implies understanding. We defend half-formed ideas with crusader-like passion, get outraged at everything and nothing, share what we don’t read, and argue about what we don’t understand. Datalaxia shows up in this wild hyperopinion, in the generalized suspicion that everything is manipulated, in the fatigue of constantly being on high alert.

 

And in the midst of so much excess, paradoxically, we get bored. So many stimuli end up overwhelming our senses. The contemporary individual no longer suffers from lack, but from abundance. It is not deprivation that causes distress —but excess. It is not silence that oppresses— but noise.


martes, 13 de mayo de 2025

El espejo de Narcisos


En las diversas versiones del mito de Narciso, el estanque donde se contempla no suele tener un nombre propio. Generalmente, se le describe de forma poética o simbólica, pero no se le adjudica un nombre específico como si fuera un lugar geográfico real.

Por ejemplo, en las Metamorfosis de Ovidio, la fuente es descrita con detalle:

Había una fuente clara como la plata, que no había sido tocada ni por pastores ni por cabras ni por otras bestias salvajes; ni rama alguna había caído en sus aguas, ni hoja. Un prado la rodeaba...
(Metamorfosis, III, 407–409)

En otras versiones, como las de Pausanias o Conón, tampoco se nombra el lugar de manera específica, aunque a veces se le asocia con la región de Tespias en Beocia, donde supuestamente ocurrió el mito.

En resumen, el estanque de Narciso no tiene un nombre propio canónico en los relatos clásicos. Su anonimato refuerza su carácter simbólico: un espejo natural, universal, donde el yo se pierde en su reflejo. Aunque a cada yo le dolería saberlo, ese espejo es el mismo para todos.

Óleo en lienzo atribuido en 1913 a Caravaggio

 

domingo, 11 de mayo de 2025

Stupiditus

  

La estupidez es como comida rápida para el cerebro.

Sabe bien. Se digiere fácil, pero eventualmente te matará.

EMF

 

 

Hace unos días, cuando los señores septuagenarios Narendra Modi y Shehbaz Sharif decidieron que la mejor manera de dirimir sus diferencias era con misiles, drones, aviones de combate y artillería pesada, Guille Vidal posteó en X: Y ahora, inicia un conflicto armado entre India y Pakistán... Vivimos en un mundo dirigido por idiotas psicópatas. Leí, recordé que ambos países tienen suficientes cabezas atómicas para destruirse mutuamente y, de paso, impactar catastróficamente al planeta —cada uno unas 170— y apostillé: Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la demencia


 

Por aquellos mismos días —estos, los nuestros—, el mega-anómalo presidente de Estados Unidos declaró alguna sandez, de esas muchas de la misma escala interestelar que alcanza también su desvergüenza. Consternado, tuiteé: Insisto: estamos presenciando la institucionalización de la demencia en el país más poderoso del mundo.

 


En ambos casos erré el tiro y procedo a corregir: no es demencia, es estupidez.

 

La palabra estupidez proviene del latín stupidĭtas, derivado de stupidus, que a su vez viene del verbo stupēre, “quedar atónito, paralizado o pasmado”. El latín stupēre se relaciona con la raíz indoeuropea (s)teu-, “golpear, aturdir”. Del mismo verbo también proceden vocablos como estupefacto, “vuelto estúpido”, o estupor, “aturdimiento”, estupefaciente, “sustancia que paraliza o embota las funciones psíquicas”… Así, el origen etimológico de stupidus evoca más a alguien aturdido o paralizado por un golpe o un impacto emocional o cognitivo, antes que a la simple “falta de inteligencia” que implica hoy, de tal modo que la evolución semántica del término termina subrayando la paradójica peligrosidad de la estupidez: el estúpido moderno no está pasmado, actúa desde el aturdimiento. La estupidez es el trauma que se autoinflige y en vez de contagiarse, traumatiza a todo su entorno. Ya no es un individuo atontado por un golpe... es la sociedad entera celebrando su propio traumatismo como “tendencia”. La estupidez, a diferencia de la demencia, no se padece, acomete a los demás. El demente cree que su sombra lo persigue; el estúpido obliga a otros a cargar con la suya.

 

 

*

 

 

Por ningún lado encontré su nombre. Pregunté a Deepseek quién era la persona que aparece en los videos del canal The Functional Melancholic. “Sammi Law”, respondió el asistente IA. Busqué información sobre él. Nada. CHatGPT: Busca información acerca de Sammi Law. Respuesta: “Tras una revisión exhaustiva, no se ha encontrado información que confirme la existencia de alguien llamado Sammi Law relacionada con el canal de YouTube The Functional Melancholic. Es posible que el apelativo haya sido malinterpretado o que el creador del canal prefiera mantenerse en el anonimato.” En fin, no sé a qué nombre responde la persona… Lo llamaré EMF, el melancólico funcional.

 

Con el rostro encuadrado por un gorro oscuro y una barba contenida que parece haber sido recortada más por cansancio que por vanidad, EMF aparece ante la cámara como alguien que ha decidido hablar no desde la comodidad del experto, sino desde la incomodidad del lúcido. Mirada fija pero no agresiva. Ojos claros, se abren apenas lo necesario para que sepamos que perdura alguien detrás de ellos. Habla frente a un micrófono con la naturalidad con la que uno se quejaría de una tubería rota. Una habitación cualquiera, una lámpara cualquiera, un hombre cualquiera, EMF desmenuza una certeza incómoda. Su discurso suena a una inteligencia que no grita, porque ha aprendido que el ruido no salva, aturde.

 


Arranca preguntando si no tenemos la sensación de que Estados Unidos se está esforzando en volverse más estúpido. No es que estemos deslizándonos hacia la estupidez como en una bañera de hidromasaje; estamos lanzándonos de cabeza.Pregunta retórica que él mismo responde: No es tu imaginación. Nuestra sociedad realmente se está volviendo más estúpida. Y no del tipo divertido, como reírse de videos de gatos boxeando. Es del tipo malo, la que parece que nos desafiamos a tropezar con la misma piedra 5,000 veces para luego demandar a la piedra por daños emocionales.

 

Acusa parejo: creo que todos somos culpables de esto en cierta medida. Si siquiera insinúas que pensar es bueno, inmediatamente te etiquetan como elitista, como si acabaras de entrar a una bolera citando a Kierkegaard. EMF recuerda que Asimov predijo el desastre: “El antiintelectualismo ha sido una constante en nuestra vida política y cultural, fomentado por la falsa noción de que la democracia significa que mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento”. 

 

Estados Unidos, al menos, fingía valorar la inteligencia. Los científicos eran admirados. Los escritores eran respetados porque la gente leía libros… Y ahora, si usas palabras con más de tres sílabas, te acusan de hacer una ‘ensalada de palabras’. Antes aspirábamos hacia arriba y ahora aspiramos hacia los lados. Ahora se valora a los que hablan más fuerte y rápido mientras saben menos. Y no te engañes. Esto no es la entropía natural de la sociedad. Es una elección consciente. Nos gusta la estupidez. Es simplemente más fácil… El pensamiento crítico, ya sabes, eso que nos separa de los animales de granja (sin ofender a los animales de granja), es tratado como un ataque personal. Y Dios no quiera que hagas una pregunta que no encaje perfectamente en una calcomanía de parachoques, porque enseguida te llaman "negativo" o, peor aún, "tóxico", porque el positivismo tóxico también es parte de este problema.

 


Y ahora estamos aquí, en un mundo donde creer algo en voz alta es más importante que estar calladamente en lo correcto… El conocimiento no sólo está devaluado…, es activamente ridiculizado. Es considerado sospechoso. Alguien dice: ‘¿Crees que eres mejor que yo?’, cuando se le presenta evidencia irrefutable sobre un tema en particular. Como si saber demasiado significara que debes ser parte de alguna secta secreta.

 

¿Es un fenómeno reciente¿Cuándo comenzó todo? EMF piensa que tal vez justo después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos decidió que la comodidad era más importante que la curiosidad. Queríamos que la vida fuera fácil y pensar es difícil. Construimos los suburbios. Los llenamos con salas de TV, sonrisas plásticas y sistemas educativos diseñados para crear trabajadores obedientes, no pensadores curiosos. Cuestionar cualquier cosa se volvió antiamericano. No queríamos que los niños fueran filósofos, queríamos que crecieran, checaran en el reloj y compraran un Buick. Y luego vino la televisión por cable, donde los problemas complejos se condensaban en fragmentos de 30 segundos por hombres con corbatas llamativas. Y una vez que llegó la televisión de realidad, se acabó el juego. La estupidez no solo fue tolerada, se convirtió en la distracción favorita norteamericana… Entonces llegó Internet y todo cambió. Toda la información instantáneamente disponible y, por lo tanto, instantáneamente desechable, porque cuando todo está al alcance de tus dedos, nada importa. Puedes simplemente buscar las respuestas o, mejor aún, decidir que tus sentimientos son la respuesta, independientemente de los hechos. Mientras tanto, los cimientos se pudrieron. Desmantelamos la educación pública… Dejamos de enseñar a los niños a pensar y comenzamos a enseñarles a aprobar exámenes de opción múltiple escritos por un tipo que una vez engrapó su corbata a su escritorio.

 


Y luego industrializamos la estupidez. Los medios se dieron cuenta de que no hay una forma más rápida de captar la atención que poner una cámara frente al idiota más ruidoso, más equivocado y sudoroso que pudieran encontrar y llamarlo ‘noticia de última hora’. Creo que las redes sociales fueron realmente la bala final en todo esto. No solo bajamos la barra, la enterramos, cavamos un agujero, arrojamos ahí la barra, orinamos sobre ella y repartimos trofeos a quien pudiera tropezar ahí más dramáticamente.

 

Así que hoy, la estupidez no es algo de lo que te avergüences. Es algo que gritas en las redes sociales con mayúsculas. Se comercializa. Puedes entrar a un Target y comprar una taza que dice: No estoy argumentando. Sólo estoy explicando por qué tengo razón. Y la persona que la compra ni siquiera puede deletrear la palabra ‘argumento’. Estar orgulloso de estar desinformado es como estar orgulloso de no haberte puesto pantalones esta mañana. Excepto que aquí te hacemos un desfile y te dejamos dar una charla TED…

 


En Estados Unidos hoy la ignorancia no sólo se tolera, se glorifica… En algún momento, confundimos la libertad con la libertad de consecuencias… Quiero decir, eres libre de creer que puedes mirar al Sol si realmente lo crees con suficiente fuerza, pero al Sol no le importa un bledo tu libertad: te freirá las retinas igual. La realidad no negocia. Vivimos en un mundo donde negarse a leer el manual de instrucciones de alguna manera te hace más confiable. Donde un tipo en un sótano, drogado con bebidas energéticas piensa que sabe más sobre epidemiología que personas que han estado estudiando virus desde que tú todavía comías crayones.

 

Y aquí está el asunto: es bipartidista. Ambos lados del pasillo tienen sus propias marcas de estupidez. Un lado piensa que podemos disparar a los huracanes y el otro piensa que prohibir los popotes de plástico salvará a las ballenas, aunque acaban de volar a la conferencia internacional en un jet privado. Es una edad dorada de la estupidez…

 

Ya casi al final de su arenga, EMF recuerda la película Idiocracia (2006). Cuando salió, era hilarante… Un presidente estúpido, electrolitos en lugar de agua, todos golpeándose entre sí por entretenimiento. Y ahora, 20 años después, estoy bastante seguro de que la mitad de la población piensa que Gatorade es una fruta o verdura y la otra mitad está tratando de transmitir en vivo su propia colonoscopía para seguidores de TikTok. Quiero decir, estamos aquí. Lo logramos. En algún lugar, Mike Judge, el tipo que hizo Idiocracia, está fumando en un balcón, murmurando: ‘¡Solo estaba bromeando, maníacos!’. Y lo aterrador es que parece que seguimos insistiendo. En lugar de corregir el rumbo, en lugar de colectivamente decir: “Oh, tal vez deberíamos leer un libro o dos”, estamos acelerando como en un videojuego. Buscando la puntuación más alta en las Olimpiadas de los estúpidos.

 

 

*

 

 


La estupidez no es un accidente cognitivo; es un modus operandi con patente y cadena de montaje. Mientras el demente agoniza en su laberinto privado, el estúpido exporta el suyo a escala global con likes, misiles y eslóganes pegajosos. Lo aterrador no es que se haya normalizado la estupidez, sino que monopolice los micrófonos y tenga un botón nuclear. Quizá Asimov lo resumió mejor: el culto a la ignorancia siempre termina en sacrificios humanos. Estúpidos, repartimos las cuchillas.

 

lunes, 5 de mayo de 2025

Sol hidrocálido / Sol chilango

  

 

… un momento de sol entre dos álamos,

en la pulida piedra se demora,

y se desprende de sí mismo y sigue,

río abajo, al encuentro de sí mismo.

Octavio Paz, Arcos.

 

 

 

Desde el año pasado, siento que el Sol de la Ciudad de México quema como el de Aguascalientes. Por supuesto, sé que es una manera incorrecta de hablar: el Sol de allá y el de aquí son el mismo, es el mismo. Pero, aunque no sea astronómicamente precisa, esa forma de expresarlo muestra una percepción humana, que siempre es geográfica: da cuenta de nuestra experiencia del mundo, no del Sol como un objeto concreto —esa estrella enana amarilla localizada a sólo ocho minutos-luz de distancia—, sino como una presencia que nos ha acompañado desde siempre, que nos abraza o nos abrasa.

 


Aquí en nuestro país, en estos días primaverales el Sol cada día alcanza más altura. Claro, la latitud en donde uno se encuentre determina la trayectoria aparente del Sol. Cuanto más cerca del ecuador, más alto asciende el astro al mediodía; cuanto más cerca de los polos, más bajo permanece. En Canadá, por ejemplo, durante el invierno, el Sol apenas despunta un poco sobre el horizonte: proyecta sombras alargadas y su luz llega con una inclinación oblicua, más fría y tenue. En cambio, en México, en el verano, el Sol llega a colocarse sobre nuestras cabezas: el cenit se hace tangible, las sombras se achican hasta desaparecer bajo nuestros pies.

 

De día, el Sol cruza el cielo de este a oeste. De noche, queda del otro lado de la Tierra y no lo vemos. Pero independientemente de la rotación de nuestro planeta, el Sol siempre está ahí. ¿Ahí? ¿En dónde ahí?

 

Entre el brazo de Perseo y el brazo de Sagitario, el Sol está en el brazo de Orión, una espiral menor de la Vía Láctea, a unos 26 mil años luz de su centro. Y ese ahí no es fijo. Ni el Sol ni nada está fijo. Nada perdura en el mismo sitio. Gravitamos alrededor del foco de la galaxia a unos 820 mil kilómetros por hora, completando una órbita cada 235 millones de años. El sistema solar se halla ahora muy cerca del borde interno de la cavidad interestelar llamada la Burbuja Local.

 


Bueno, ¿y qué nos dice todo eso? Temo que muy poco. Quizá lo más revelador no sea lo que la astronomía pueda informarnos acerca del Sol, sino lo que dice sobre nosotros mismos: que incluso sabiendo que transitamos el universo en una galaxia en expansión, seguimos pensando con los pies en la Tierra. El guiño del Sol entre las ramas de unos álamos hace patente la presencia del astro, no como un objeto distante, sino como una presencia situada. Nuestra experiencia del Sol y del universo sigue siendo geográfica. Mientras el sistema solar recorre su órbita alrededor del centro galáctico a velocidades inconcebibles, nosotros seguimos advirtiendo su paso por la inclinación del rayo de luz que entra por la ventana. Conocemos la estructura espiral de la Vía Láctea, la velocidad de rotación del halo estelar o la densidad de la Burbuja Local; pero lo que percibimos no es el cosmos, sino la escala íntima en la que lo habitamos.

 

También podemos recordar que entre el Sol y la Tierra median 149.6 millones de kilómetros… Pero ¿podemos dimensionar ese trecho? No es fácil. Quizá así…

  • La circunferencia de nuestro planeta es de unos 40 mil km. Llegar al Sol equivaldría a darle la vuelta a la Tierra no diez, ni cien, sino ¡unas 3,750 veces!
  • Otra: haría falta una fila de casi 12 mil Tierras puestas una tras otra para cubrir la distancia hasta el Sol.
  • Si pudiéramos tomar un autobús con destino al Sol, viajando a 100 km/h y sin parar jamás, tardaríamos unos 171 años en llegar.

 

La distancia es inmensa, desborda la escala humana. Si una persona tuviera una condición física que le permitiera correr una maratón (42.2 km) todos los días, sin descansar nunca, diario… llegar al Sol corriendo le tomaría 3.55 millones de días, es decir, unos 9,717 años. Ni a Matusalén, quien según el Génesis vivió 969 años, le habría alcanzado la vida para hacerlo, mucho menos al ser humano más longevo de la historia con edad completamente verificada, la francesa Jeanne Calment quien, al fallecer, el 4 de agosto de 1997, tenía sólo 122 años con 164 días.

 

Ahora, independientemente de qué tan lejos esté el Sol, ¿en qué dirección se encuentra? La respuesta depende del momento en que se formule la pregunta, y, por supuesto, del marco de referencia que usemos. Podemos responder en relación con determinado objeto geográfico, es decir, cualquier cosa estable localizada en la superficie terrestre: “el Sol se está poniendo detrás de aquella o tal otra montaña”. Desde la Ciudad de México, con suerte y en un día excepcionalmente despejado, podríamos ver “el Sol naciendo por el Iztaccíhuatl” o desde Aguascalientes que “el Güero esté saliendo por la Sierra del Laurel”.

 

También podemos ubicarlo respecto a otros objetos celestes. El Sol recorre el cielo siguiendo un camino aparente, la eclíptica. En su movimiento aparente cruza distintas constelaciones. Si pudiéramos ver las estrellas durante el día, veríamos al Sol superpuesto sobre algunas de ellas. Por ejemplo, desde México, y en general desde todo el hemisferio norte, el Sol se halla transitando la constelación de Piscis a principios de abril, y hacia finales de mes entra en Aries.

 

No resulta, pues, sencillo aprehender ni la ubicación ni la lejanía astronómicas del Sol, no sólo porque nuestro cerebro evolucionó para comprender distancias y proporciones humanas, no interestelares, sino también porque su presencia la percibimos tan próxima como su luz y su calor. El astro es esencialmente tangible. Salgo a la calle y sus rayos, plomizos, como en Aguascalientes, caen sobre mí. Allá, a ocho minutos luz, cada segundo, el Sol fusiona aproximadamente 600 millones de toneladas de hidrógeno en helio, convirtiendo cerca de cuatro millones de toneladas de materia en energía. Yo, acá, siento el fuetazo de sus rayos…, desde el año pasado, como se sienten en Aguascalientes.


 Van Gogh - Acker mit pflügenden Bauern


Quizá nos diga más recordar que el Sol está, literalmente, “aquí mismo”. Decirlo así es y no es metafórico, porque al tiempo que está a casi 150 millones de kilómetros de distancia, la Tierra y todos los planetas del sistema solar orbitamos a su alrededor y, anclados gravitacionalmente, deambulamos juntos en el espacio. El Sol es parte sustancial de nuestra realidad, del aquí planetario y del aquí cotidiano, inmediato.